miércoles, 6 de marzo de 2024

CÓMO LA COCINA CAMBIO PARA SIEMPRE NUESTRO APARATO DIGESTIVO


Cocinar los alimentos modificó de forma drástica la anatomía y fisiología del ser humano y nos hizo diferentes al resto de los animales. Tanto que ya no es una elección: una dieta crudívora estricta 
Implica problemas de salud.

Existe una amplia diversidad de características que nos diferencian del resto de animales: el ser humano es, por muchas razones, distinto. Al margen de las cuestiones culturales y sociales, nos distinguimos de forma muy significativa por ciertas características anatómicas y fisiológicas. Una de ellas, la más clásica, es el famoso desarrollo cerebral; pero hay otras: una de las más elocuentes, aunque poco conocida, refiere a las particularidades de nuestro aparato digestivo.

Diferencias que no solo se concretan en el tracto gastrointestinal propiamente dicho, también las encontramos en la forma de la mandíbula, la de las piezas dentales y en nuestra eficacia masticatoria (muy deficiente si la comparamos con cualquier otro animal). Somos muy distintos del resto de animales. Incluso del resto de primates, nuestros parientes vivos más cercanos. Desde el albor de los tiempos esas diferencias han formado parte de un proceso evolutivo en el que el fuego tuvo un papel determinante: no es que evolucionáramos hasta controlar el fuego, sino que, gracias a él se propiciaron una serie de cambios asombrosos.

Se ha estudiado y especulado mucho sobre las causas de las diferencias mencionadas, pero hasta hace relativamente pocos años no se ha puesto de relieve la importancia, crucial, de ser el único animal que cocina. De hecho, no se conoce ningún grupo de humanos que no cocine. Así que posiblemente, cocinar explique si no todas esas diferencias, sí una parte muy importante, hasta el punto que para los humanos hacerlo ya no es una elección.

El conjunto de diferencias alimentarias entre animales nos ha ofrecido la típica clasificación dietética con animales carnívoros, omnívoros, herbívoros, frugívoros, etc. Según ella, los humanos entraríamos en el grupo de los omnívoros. Sin embargo, si no pudiéramos preparar y cocinar los alimentos como hacemos, es más que posible que nos enfrentáramos a graves deficiencias tanto calóricas como de ciertos nutrientes esenciales. Por tanto, debido a que los humanos tenemos una dependencia obligada de la cocción y otras técnicas de preparación y conservación de alimentos, deberíamos agruparnos bajo otra característica. Nuestra especialización dietética más relevante es la de consumir alimentos cocinados: es decir, somos cocinívoros.

En base a sus características biológicas el ser humano podría ser considerado un despilfarrador energético, ya que su gasto es especialmente elevado cuando lo comparamos con el de otros mamíferos. Este interesante estudio comparó el gasto energético entre humanos y los chimpancés con quienes compartimos el 98% del material genético. Así, para realizar una misma labor -cazar-recolectar- los machos adultos humanos gastan un 44% más energía que sus homólogos chimpancés.

Hay muchos más datos, y todos van en la misma dirección: machos y hembras gastamos mucho más que nuestros parientes más cercanos, sin entrar a considerar las excepcionales demandas energéticas del cerebro. Estas diferencias podrían explicarse con facilidad siempre que los humanos dedicáramos más tiempo a la obtención de energía o bien si tuviéramos estructuras digestivas más eficientes (o ambas cosas al mismo tiempo). Pero la realidad no puede ser más distinta.

Los chimpancés mastican su comida de cuatro a seis horas al día, mientras que los humanos apenas invierten una hora en esta actividad. Además, en comparación con los primates no humanos, tenemos cavidades orales más pequeñas, mandíbulas y dentición reducida, y músculos masticadores más pequeños y menos potentes. Incluso nuestro aparato digestivo es, proporcionalmente, más corto (y por tanto menos eficaz).

Por si esto no fuera suficiente, la inversión fisiológica de los humanos en la digestión resulta ser más baja de lo esperado: gastamos en ella entre el seis y el 7% de la energía, en comparación con el promedio de mamíferos que invierten del 13% a 16% del gasto total. En resumen: gastamos mucha más energía y disponemos de muchos menos recursos biológicos para su obtención ¿cómo se explica esta paradoja?

Todos los trabajos científicos que abordan estas cuestiones coinciden en definir el cocinado como el uso del calor para preparar alimentos. Existen otras formas de procesar y manipular los alimentos tales como el troceado, molido, la fermentación, etcétera. Pero ninguno de estos procesos sirve para explicar por sí solos o en su conjunto las ganancias nutricionales netas debidas al cocinado.

Solo la aplicación del calor, en virtud de la forma y del tiempo, va a redundar en una transformación significativa de la matriz alimentaria -ya sea animal o vegetal- suficiente para entender en gran medida la singularidad humana al respecto de su eficiencia energética en el uso de alimentos. El cocinado favorece la disminución del esfuerzo necesario para el procesado de alimentos: menor masticación, menor necesidad de enzimas digestivas y menor tiempo de digestión total. Y, además, propicia una accesibilidad superior a la energía y a los nutrientes en el alimento cocinado frente al crudo.

Cocinar, más allá de las cuestiones estrictamente nutricionales y de la inversión frente a la obtención de energía, aporta importante un valor añadido: el calor higieniza, y en algunos casos esteriliza, los alimentos. Algo que en el caso de los hombres primitivos tuvo que representar un paso de gigante en el uso de recursos fisiológicos, y por tanto en el camino de la evolución. El estudio The energetic significance of cooking deja encima de la mesa algunas reflexiones asombrosas. Según sus cálculos, cocinando como se cocina, el coste energético medio debido a la regulación del sistema inmune por el impacto de las enfermedades alimentarias equivale al gasto energético de un único día en el contexto de una vida de 75 años.

Sin embargo, si los consumidores no cocinaran sus alimentos, se enfrentarían a un gasto energético equivalente al de 6,9 años. Para que se entienda mejor, estos cálculos apuntan a que, si no se cocinaran los alimentos, los consumidores enfermaríamos una media de 42 veces al año e implicaría tener fiebre durante 145 días cada año (con el correspondiente incremento del gasto de energía a razón de un 13% más por cada grado de fiebre). Todo ello, claro está, si se consiguiera salir con éxito de cada toxiinfección; y al año siguiente otra vez.

Fuentes: El PaísMeneame.

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